EL BENTEVEO
relato
Luego de la revolución del 55 nos habíamos mudado a Grand Bourg, a la nueva casa rodeada de campos.
Algo que llamó la atención de mis hermanas era que muchos niños pasaban por la calle llevando "gomeras". Aquí en los alrededores de Buenos Aires una gomera es una horqueta de madera con dos tiras de goma y un cuero. Es una honda, pero no como la que David usó contra Goliath, sino que la fuerza impulsora de la piedra está en la potencia de la goma.
Mis padres no me dejaban "callejear" como lo hacían esos niños con gomera a la hora de la siesta. Pero yo construí mi "gomera" secretamente. Y practicaba tiro al blanco con latitas de "Tomacó" al fondo de casa porque mi puntería exigía hallar la técnica que la hiciese buena.
El perímetro de nuestro terreno estaba delimitado por postes de madera con algunos hilos de alambre. Y en una oportunidad un pájaro paró sobre la punta piramidal de uno de los postes. Era un "benteveo": pecho amarillo, cabeza como con antifaz negro y alas poderosas.
¡Allí estaba ese pájaro invasor, con antifaz de ladrón, de pico grande y duro!
Sigilosamente puse una piedra redonda en el cuero, estiré las gomas con todas mis fuerzas.
Apunté y tiré.
Pero a pesar de que erré y el pájaro voló, ví como un aletear, como una sombra que cayó más allá del primer poste...
Me acerqué al segundo palo de la hilera y allí, en el suelo entre los pastos, ¡aleteaba expirando un benteveo!
Es que yo le erré al primero... pero en el segundo poste había otro invasor con antifaz de ladrón!
Y allí estaba tirado...
Lo levanté, y despeinando su prolijo plumaje con mis dedos, pude ver que no tenía sangre. El impacto lo había conmovido, lo había matado.
¡Aquí lo tenía! Ser volátil y escurridizo, aquí mi anhelo pueril de cazador en ciernes te tenía atrapado.
Su cuerpo exánime estaba caliente. Pero no latía. Mi pecho sí latía como una tormenta. Mi corazón se encontraba con la muerte por vez primera. ¡Y yo mismo la había convocado!
Desde la rama de un paraíso el benteveo que voló era testigo de una atrocidad.
Yo estaba tomando conciencia de este asesinato inútil.
Extendí sus alas muertas, sus plumas primorosas y organizadas por grupos; las del pecho suaves y amarillas, las de las alas fuertes y grandes.
Los párpados se habían cerrado. El maldito enemigo ladrón de antifaz llegado del cielo no me miraba. Lo apoyé exánime en el pasto.
Era mi benteveo... Era mi muerto.
Y decidí enterrarlo en un pocito que hice.
En casa oculté lo ocurrido. Nadie se enteró. Sólo mi corazón, mis restantes piedras en el bolsillo y mi gomera sabían lo que había pasado.
No pude contarle a Papá mi hazaña. Intuía un castigo ejemplar, que no sería físico. Peor aún, sería un castigo inteligente y moral.
Colgué la gomera en un clavo de la pared del galpón. Allí quedó.
Desde aquellos mis siete años, han pasado cincuenta más y yo recibo la injusta felicidad de ver que hoy a mi jardín llegan benteveos.
Aprendí que ellos andan siempre en parejas.
El relato estaba terminado.
Mi hija, con su corazón de niña que ama la naturaleza, me dijo : —"Papá, éste es el cuento que más me gustó de los que has escrito".
No es un cuento —quise decirle.
Mi voz no salió. Quedé en silencio con mi castigo.
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